Por Juan Carlos Sánchez Corralejo
Revista Raices, 2003, págs. 14-16
Pero en el caso de los siameses la prescripción bautismal aún se complicaba más. La teología católica se planteaba si se trataba de dos o de un solo individuo, a lo que se unía la preocupación subyacente por determinar qué tipo de bautismo debían recibir. El Cursus Theologicus Salmaticensis afirmaba la necesidad de bautizar a los que tanto la fisiología, las ciencias médicas como la teología llamaban monstruos:
El dilema fisiológico y teológico en la Edad Moderna: el bautismo en peligro de muerte.-
Desde la óptica de las ciencias médicas, es necesario apuntar que la fisiología española del Antiguo Régimen no se quedó corta a la hora de establecer causas extravagantes capaces de explicar el nacimiento de siameses. Así, junto a causas mecánicas y morbíficas -relacionadas con afecciones de la matriz o enfermedades del feto- aluden a causas tan estrafalarias como las llamadas causas sensuales, tratando de culpabilizar a las madres -por su carácter a veces ardiente, a veces supersticioso, a veces histérico o melancólico- de los desajustes de sus hijos.
Por su parte, la teología cristiana, construida a partir del ritual romano, puso especial énfasis en la regulación del bautismo en casos de peligro de muerte -tanto del bebé como de la madre-, sin olvidar reglamentar el bautismo de los siameses.
El bautismo como sacramento de iniciación cristiana comienza a ganar originalidad con el bautismo de Juan el Bautista con la finalidad de lograr el perdón de los pecados como preparación para la llegada del Mesías (Vid. Santidrián 1994: 68-69. Mateos 3, 11). Tales significaciones se ven aumentadas en otros pasajes bíblicos, ya que, además de lo dicho, este primer sacramento de la Iglesia Católica se convierte además en fuente de liberación de la mácula del pecado original, capaz de crear un hombre nuevo revestido de Cristo (Gálatas, 3, 27), a la vez que incorpora al recién nacido a la comunidad de la Iglesia (Efesios, 4, 1-7). Pero a la par, el rito del bautismo ejemplifica la forma más simple de exorcismo, tratando de conferir una especial protección contra las asechanzas del maligno (Catecismo Católico. Numeral 1673).
La costumbre de bautizar a los niños es muy antigua. Ya aparece en el Concilio de Cartago del año 418 y la misma doctrina es recogida en los de Éfeso, II de Letrán y IV de Letrán. Tras el Concilio de Trento se puso especial énfasis en la necesidad del bautismo de los niños, partiendo de la consideración de que nacían con el pecado original. Frente a esta idea, los niños muertos sin bautismo iban al Limbo y, aunque privados de tormentos, tenían vedado -al menos inicialmente- la visión de Dios-, ya que quien moría con el pecado original no podía alcanzar la salvación (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 403). La Iglesia Católica sólo podría confiarlos a la misericordia divina y orar por su salvación en el rito de las exequias. Frente a ello, el bebé que moría después de ser bautizado y antes de tener uso de razón se convertía en un angelito libre de pecado original.
La teología de Antiguo Régimen no siempre mostró una postura comprensiva hacia esta y otras manifestaciones. En este sentido, no faltaron teólogos que, tras el descubrimiento de América, dudaron de la naturaleza humana de los indios americanos y, por tanto, del derecho a administrarles el bautismo, entuerto teológico éste resuelto finalmente por bula del Papa Paulo III, que declaró que los americanos eran verdaderos hombres (Riesco Le-Grand: 1848).
Para analizar los preceptos relacionados con el bautismo en peligro de muerte es necesario partir del famoso «Cursus Theologicus Salmaticensis», publicado en seis tomos, entre 1665 y 1753, que recoge amplísimos aspectos de la Teología Moral centrados en el análisis de los preceptos de la religión católica, las virtudes y pecados de los creyentes y el papel de los sacramentos. Tras la publicación del Cursus, Antonio de San José, carmelita descalzo nacido en 1716 en Echano (Vizcaya) publicó su «Compendium salmaticense universae Theologiae moralis» publicado en Roma en 1779 a modo de adaptación de la obra anterior. A su vez, el compendio de Antonio de San José fue extractado y traducido a la lengua española por el también carmelita descalzo Marcos de Santa Teresa, en el año 1805, con el título de Compendio Moral Salmaticense. La obra recoge, pues, buena parte de las bases de la teología católica española desde mediados del siglo XVII hasta el siglo XIX.
Si consideramos esta obra como una unidad, a lo largo de la Edad Moderna la Iglesia Católica proponía bautizar en la cabeza como miembro principal del cuerpo, pero además regulaba el bautismo de los infantes antes de salir del claustro materno en caso de peligro de muerte. En tales casos, se permitía la ablución en los pies, manos u otros miembros en caso de necesidad:
«Si sacase la mano o algún pie deberá ser en ellos bautizado, pero pasado el peligro ha de ser rebautizado sub conditione» (Comp. Moral Salmaticense. Tratado 23. del Bautismo). Incluso si no se hacía presente parte alguna del infante, la Iglesia preceptuaba que se introdujese el agua bendita en el claustro materno, con la intención de alcanzar el cuerpo de la criatura.
En los dos casos anteriormente citados, si el niño llegaba a nacer debía producirse un nuevo bautismo sub conditione, esto es, bajo la fórmula: «Si non est baptizatus, Ego te baptizo in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti»
En estos casos de riesgo de defunción, la Iglesia faculta a cualquier persona, incluso no bautizada, siempre que manifieste intención y aplique la forma bautismal. Esta facultad ya está presente desde el Concilio de Letrán.
Sobre el bautismo de siameses.-
Pero en el caso de los siameses la prescripción bautismal aún se complicaba más. La teología católica se planteaba si se trataba de dos o de un solo individuo, a lo que se unía la preocupación subyacente por determinar qué tipo de bautismo debían recibir. El Cursus Theologicus Salmaticensis afirmaba la necesidad de bautizar a los que tanto la fisiología, las ciencias médicas como la teología llamaban monstruos:
«Constando ser individuo humano debe ser (bautizado), de manera que si sólo tuviese una cabeza, aunque tenga duplicados otros miembros, solamente se le ha de bautizar una vez. Si constase de dos cabezas, y tuviese duplicados los demás miembros, ha de ser bautizado absolutamente en la que parezca más principal, y después en la otra sub conditione»
Benito Jerónimo Feijoo, a mediados del siglo XVIII, fue un profundo conocedor de las singularidades de los siameses. Él habría calificado a las siamesas valverdeñas de «bicorpóreas» porque:
«consisten en dos cuerpos enteros, con todos sus miembros distintos; pero unido un cuerpo a otro por alguna parte» (Feijoo, 1742).
Del mismo modo, si nos atenemos a su dictamen en el caso de los siameses de Medina Sidonia, parte de la idea de que la duplicación de cabezas servía para inferir la duplicidad de almas y, por ello, la necesidad de bautizar a los recién nacidos como dos personas diferentes. Aunque es considerado por muchos uno de los exponentes del espíritu ilustrado español y defensor de la búsqueda de la verdad a partir de todas las ramas del saber –naturalmente, las de su tiempo-, no es capaz de eludir muchas de las supersticiones que él mismo pretendía combatir, tal como puede observarse de algunas de sus famosas Cartas eruditas y curiosas, publicadas en cinco volúmenes entre 1742 y 1760. A los 66 años de edad, cuando residía en el colegio benedictino de San Vicente de Oviedo, publicó el tomo primero de sus cartas eruditas. Concretamente en la carta 6 trata de dar respuesta a la situación de unos siameses nacidos en la localidad gaditana de Medina Sidonia en el año 1736. Tanto ésta como el resto de sus obras se convirtieron en auténticos best-seller: el padre Feijoo llegó a vender más de 500.000 ejemplares de sus textos, cifra fabulosa por aquellos entonces -sin que faltaran las traducciones al italiano, francés, inglés, portugués o alemán-, gracias a un lenguaje ameno y accesible.
A mediados del siglo XIX, Inocencio María Riesco-Le Grand vuelve a actualizar el tema del bautismo de los siameses. Inocencio María era un presbítero católico español nacido en 1807, autor de varias obras eclesiásticas, almanaques y libros de texto. Fue asimismo profesor de Filosofía en Puebla de Sanabria, en la década de 1830, miembro de distintas academias y Catedrático de Geografía del Instituto Español. Este prolífico autor publicó en 1848 un «Tratado de embriología sagrada» en su propia imprenta madrileña, la llamada imprenta Greco-latina. El capítulo segundo del Tratado de embriología sagrada en su sección V se ocupa del bautismo de los siameses. Pasando por alto las alusiones a prácticas de bestialismo -que sin duda merecerían otro estudio-, se detiene en el análisis de lo que él llamaba los «monstruos por exceso», es decir, de aquellos compuestos por dos cabezas y cuatro brazos.
La obra de Inocencio María manifestaba cierta comprensión y condescendencia con estos niños. Establecía que todos «los monstruos nacidos de mujer son siempre dignos de recibir bautismo», incluidos los fetos abortados. De la misma manera, se conminaba a no quitar la vida a ningún siamés, porque -en palabras de Riesco-Le-Grand- «es un asesinato ante la divina presencia, y las leyes humanas deben ser una continuación de la voluntad eterna». Esa propia conminación parece ponernos sobre la pista de la práctica de infanticidios o abandonos más o menos regulares de estos niños especiales.
Estas mismas prácticas llegaron hasta bien avanzado el siglo XX. El doctor Luis Alonso Muñoyerro -nacido en Trillo en 1888 y obispo de Sigüenza entre 1944 y 1951- público un libro titulado «Moral médica en los sacramentos de la Iglesia» ocupándose de lo que él sigue llamando el bautismo de los monstruos:
«Si son dos cabezas y dos pechos habrá que bautizar cada cabeza. Si son dos cabezas y un pecho, se bautizará una cabeza absolutamente, y la otra diciendo estas palabras: Si eres hombre, etc. Si son una cabeza y dos pechos, se debe bautizar la cabeza incondicionalmente, y luego cada uno de los pechos diciendo: si no estás bautizado ...»
Estos hábitos y costumbres han sido calificados, a veces, de sutilezas ritualistas y absurdas. Que sea el lector quién establezca su propio juicio.
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