LA CULTURA ESCOLAR EN TIEMPO DE NUESTROS ABUELOS. 1870-1931
(II). LIBROS Y ESTRATEGIAS DE ENSEÑANZA
Juan Carlos Sánchez
Corralejo.
UNA MIRADA A LA ESCUELA VALVERDEÑA DE LA RESTAURACIÓN
La cultura
escolar incluye los saberes a enseñar, las conductas a inculcar y las
prácticas y modos de transmisión, tanto de las disciplinas o materias, como de
los comportamientos y conductas que se busca infundir en los alumnos. Algunos
especialistas distinguen tres vértices: uno práctico –el desarrollo
empírico-práctico de los propios maestros capaces de modelar un estilo propio
basado en el ejercicio diario de su propio oficio, -aquello de que “cada
maestrillo tiene su librillo”-; otro científico, nacido de los avances de la
pedagogía en cada momento histórico; y un tercero político-administrativo, que
recoge las normas y el lenguaje que el poder político proyecta en torno a la
organización de los sistemas educativos. Entre estos vértices se establecen
relaciones que fluctúan entre la
autonomía, la interdependencia y la convergencia.
La
escuela valverdeña del último tercio del siglo XIX y de los primeros decenios
del XX era una escuela unitaria que recogía niños de distintas
edades –que a menudo se prolongaban desde los 6 hasta los 16 años- y una escuela segregadora, ya que siempre
mantenía separados a los niños y las niñas. Dominaron las aulas situadas en
casas particulares alquiladas por el consistorio o en edificios municipales,
que reunían pésimas condiciones de habitabilidad e higiene. Solo se exigía un
patio o corral para el solaz de los pequeños, aunque a menudo era más lugar de
exposición a la inseguridad que de
recreo y entretenimiento.
El curso académico comenzaba a
principios del mes de septiembre, una vez terminadas las vacaciones de verano,
y solo se interrumpía con las vacaciones de Navidad y las de Carnaval. El horario de las escuelas era de mañana y
tarde, a lo que se unía la asistencia el sábado por la mañana. Durante la
dictadura de Primo de Rivera, las clases se prolongaban de 9:00 a 12:00 y de
15:00 a 17:00 sin recreos y con mínimas excursiones o salidas extraescolares. A
lo sumo las alumnas de la escuela San Carlos recuerdan alguna que otra visita a
la Fuente del Berecillo. Pero ahí no acababa la jornada laboral de los
educadores. Durante la crisis de la Restauración, la dictadura de Primo de
Rivera y más tarde en la época franquista, con las ataduras derivadas de las
etapas confesionales, los maestros debían llevar a sus alumnos a la misa de
domingo y acompañarlos a las principales procesiones de la localidad.
El mobiliario escolar era escaso. Nuestros
abuelos disponían solo de su pizarra y el pizarrín: un trozo de laja de 25 a 30
cms, con los cantos en forma de armazón de madera. Uno de aquellos abuelos nos
recuerda su uso: La llevábamos en el
bolso escolar. La comprábamos en casa Perea o en casa de Luis Domínguez, Luis
el barbero, padre de Benedicto el de los platillos. El pizarrín, era una
barrita de pizarra, de laja, más fino y
corto que un lápiz y con él escribíamos en la Pizarra. El que tenía más suerte
tenía lápiz y papel.[1]
Más tarde,
fueron apareciendo en las aulas la pluma y su tintero, colocados
convenientemente en el pupitre de madera. Sobre la tapa de la banca destacaba
la ranura del palillero para colocar la pluma y el tintero, y los cuadernos
adquiridos en la papelería Perea. Manuel Tejero nos recuerda su tipología: Había tres tipos de plumas: la tuerca, la pluma
corona y la pluma de pico de gorrión… y el palillero donde se encajaba las
plumas.
Pizarra y
pizarrín
La
renovación del mobiliario escolar dependía de la bonanza de los tiempos: «Se
dio lectura a un oficio del presidente del Consejo Local de 1ª Enseñanza por el
que se piden sean reparadas y blanqueadas las escuelas de la ciudad, que se
adquieran mesas-bancos para las escuelas antiguas y alegorías de la república
para todas. El ayuntamiento acuerda la reparación de las Escuelas que lo necesiten
y procurará atender también las demás peticiones que en el oficio se hacen».[2]
La masificación hacía que, a menudo,
muchos niños no dispusieran de su propia banca y que tuvieran que sentarse en
el suelo «por no disponer de las necesarias para el total de alumnas». En 1909,
siendo alcalde José Contioso Pernil, se decidió adquirir todas las bancas que
fueran precisas[3], en una
clara apuesta por el hecho escolar, aunque lo más habitual era lo contrario: la
escasez de medios y la postergación de
las necesidades escolares. Tanto era así que, en 1916, la maestra Josefa
García carecía de un sillón en el estrado donde poder sentarse.
Pese a estos inconvenientes, nunca faltaba el
trabajo y tesón de los maestros. En
abril de 1927 el consistorio propuso el reconocimiento público a la enorme
labor educativa desarrollada por D.
Francisco Romero Sánchez a lo largo de 26 años. Por tal motivo los miembros
del consistorio acordaron por unanimidad solicitar la concesión de la medalla
del trabajo para este maestro nacional al Ministerio de Trabajo: «Es un
maestro que asiste a las clases de manera cronométrica, sin saber cuándo ha de
dejarlas, trabajando en ellas con los niños enormemente con una constancia y un
estímulo no conocido y no solo se contenta con ello sino que establece repaso a
deshoras para mayor resultado de la enseñanza sin fatigar a los niños y hace
que sus hijos e hijas, dada la escasez
de escuelas en la localidad den clases también y cuáles no serán los
resultados de sus enseñanzas que los niños tienen que espera para entrar en su
escuela».
La propuesta contó con el apoyo de la ciudadanía,
tal como manifestaba el propio alcalde accidental D. Manuel Castilla Hidalgo: «y todo el pueblo comenta con júbilo lo
acertado de ella, por lo justo que es se conceda al expresado maestro alguna
distinción para así premiar sus desvelos por la enseñanza y al mismo tiempo
como manifestación o prueba de agradecimiento de la ciudad a su educador».
LAS ESTRATEGIAS O
SISTEMAS DE ENSEÑANZA. Las secciones y los alumnos-monitores
El sistema
pedagógico de las escuelas de distrito valverdeñas se basaba en la repetición y
la trova coral de los chiquillos, quienes repetían las lecciones a grito
pelado. Nuestros abuelos debían aprender a leer, escribir y realizar cuentas
elementales, aunque básicas para su socialización. Se impartían clases de Doctrina Cristiana,
Historia, Geografía Descriptiva de España y los continentes, lectura,
escritura, gramática, ortografía, aritmética, utilizando para ello el sistema
legal de pesas y medidas, obligatorio desde la ley Moyano. El catecismo se cantaba, e igualmente la
geografía se interiorizaba con pegadizas cantinelas que hablaban de los límites
y de las provincias españolas. «Dar el mapa de España» se convirtió en
una de las claves del sistema educativo. El maestro, como si quisiera emular a
un director de orquesta, marcaba el compás dando punterazos en las bancas de
madera.
Don Manuel Delgado Lora
afirmaba que en su escuela de la calle Nueva empleaba el “método mixto basado en el mutuo”
Ello nos pone sobre la pista de escuelas muy concurridas, En el año 1893, sus
alumnos se elevaban a 130 -34 menores de seis años, 66 entre 6 y 10 años y una
treintena mayores de 10 años-, de los que asistían a diario unos 110[4].
Los niños eran agrupados según su edad y/o conocimientos y avances académicos,
en las que el maestro se ayudaba de los alumnos más aventajados, que actuaban
como monitores de los más pequeños.
Narciso de
Gabriel habla de cuatro sistemas o estrategias de enseñanza en el espacio
temporal de la segunda mitad del siglo XIX: individual, simultáneo, mixto y
mutuo[5].
En el sistema individual, el maestro
instruye de forma separada y particular a cada niño, y adapta la enseñanza a
los diferentes ritmos de aprendizaje, pero la estrategia solo era factible con
un número de niños reducido y siempre inferior a la veintena. Durante buena
parte del horario lectivo, los niños realizaban sus propias tareas al
margen de la supervisión directa del maestro. Por ello, el orden podía resultar
difícil de mantener, y se apelaba a menudo al castigo para garantizar la
gobernabilidad de la escuela. Mario Calderera criticaba la falta de contacto
entre alumnos, el estímulo derivado de ello y lo que él llama “el placer de la superioridad” del niño
que sabía más sobre el que avanzaba menos.[6]
El sistema
simultáneo fue ideado por los Hermanos de las Escuelas Cristianas[7]:
el maestro se ocupaba simultáneamente de toda una sección. Era una enseñanza
colectiva que posibilitaba el estímulo de la emulación entre los niños y
favorecía la disciplina, ya que una de sus máximas era que «cada discípulo ha
de estar constantemente ocupado». Para tal propósito, el maestro podía contar
con la colaboración de ayudantes, reclutados entre los niños mayores y más
aventajados. Tales ayudantes eran de dos clases: generales, con la misión de
mantener el orden, y particulares, que
ayudaban o dirigían las tareas escolares de una sección. Cada niño quedaba
encuadrado en el nivel que realmente le correspondía. Si aumentaban las
secciones se restringía el tiempo que el maestro podía emplear con cada una. El
número de alumnos encuadrables en cada sección o subgrupo había de ser reducido, pues de lo contrario
la tarea del maestro no sería eficaz. No resultaba operativo con más de 50 o 60
niños.
El sistema
mutuo. Fue definido por los ingleses Bell y Lancaster. Estaba especialmente
indicado para escuelas muy concurridas.
Los alumnos también se clasificaban en secciones, pero el número de éstas era
superior a las escuelas de método simultáneo, pudiendo existir distintos grupos
dentro de cada sección. Su ventaja era posibilitar que los
escolares se integrasen en niveles homogéneos y ajustados a sus capacidades.
Además, la clasificación era flexible, y podía ser distinta para cada materia
de enseñanza, mientras que bajo el sistema simultáneo existía una mayor rigidez[8]. Un solo
maestro y los alumnos-monitores, podían enseñar a una gran cantidad de niños y
mantenían la disciplina con ayuda de voces, silbatos o campanillas. Su principal inconveniente era
que los niños mayores y más adelantados, potenciales monitores, tendían a
abandonar la escuela.
Pero la escuela valverdeña de la Restauración fue una escuela de sistema mixto.
Los sistemas mixtos se basaban en combinaciones de los tres sistemas
anteriores. Básicamente, se buscaba la participación directa del profesor en la
enseñanza –base del sistema simultáneo- y la clasificación de los alumnos, los
monitores y los mecanismos
disciplinarios, del sistema mutuo.
Gregorio Hueso, profesor de la Escuela Normal de Santiago, distingue tres modalidades: una en la que el maestro se
encargaba de instruir sucesivamente a las distintas secciones y los instructores se ocupaban del repaso de las
lecciones; una segunda, en la cual los
instructores se ocupaban de las
secciones inferiores y el maestro de los de mayor edad; y una tercera variante, donde el maestro asumía
personalmente la enseñanza de las materias más complicadas y los instructores se ocupaban de los ejercicios
escolares, siempre más mecánicos.[9]
En un
mismo salón compartían horario y
tribulaciones niños de 6 años hasta adolescentes de 16 años. Así
funcionaba la Escuela de San Carlos. Solían dividirse en 6 secciones. Cuando se
llegaba a la «Sexta» se habían superado los estudios primarios[10]. La
escuela del Cabecillo de la Cruz se dividía en seis secciones o subgrupos,
organizados por una combinación mixta de edad y avances curriculares. Cada
sección se componía de diez o doce niñas sentadas en bancos corridos de madera
para un total de alumnado que podía superar las setenta La maestra se ayudaba
de las alumnas-monitoras: «Tú, Petra,
llévate a la sección cuarta a la galería”. La monitora entonces se dirigía
con las pupilas más pequeñas a un cuarto de casa anexo al aula, la llamada
galería, y allí hacía de improvisada maestra repasando las tablas de
multiplicar o las regiones españolas, con ayuda del puntero.[11]
Esquema
del modelo de enseñanza mutua de Joseph Lancaster. 10 alumnos bajo la supervisión de un maestro elegido
entre los alumnos más destacados –sistema monitorial- Así se podía atender a
mil alumnos a muy bajo costo, ya que la educación se repartía entre los alumnos
sobresalientes.
Petra Arroyo Quiñones recuerda exámenes internos de
la propia maestra que servían para recolocar a los alumnos delante o detrás, de
modo que la proximidad al preceptor era la única recompensa de aquel sistema, y
también las visitas del párroco, D. Jesús de Mora, que les hablaba de la
necesidad de “ser virtuosos como la
virgen y el señor”.
En la escuela de las
Hijas de María Auxiliadora, cada año las
alumnas debían superar dos exámenes, con asistencia del arcipreste, José María
Vizcaíno, el alcalde y varios concejales del turno.[12]
LOS PRIMEROS LIBROS: Cartillas, catones y carteles
de lectura
En
la década final del siglo XIX, el mobiliario escolar de la escuela de la calle
Nueva disponía de un armario de madera, una colección de carteles de lectura de
Zamora y otra de máximas morales. A ello se unían mapas geográficos, muestras
de caligrafía, láminas de Historia Sagrada, los encerados y algunos libros,
papel y pluma[13]. Gracias a la petición realizada por la
maestra Josefa García Ruiz, sabemos que en la década de 1910, en el colegio de
niñas de la calle Real de Abajo, al menos se utilizaba un mapa de España, un
cuadro de pesas y medidas y las tablas aritméticas de sumar, restar,
multiplicar y dividir. El consistorio subvencionaba a aquellos maestros con una
cantidad en metálico para la adquisición de este material de enseñanza.
Ese catálogo parcial –el
completo pasaría por la detección total y sistemática de todos los libros
utilizados en estos sesenta años- y los recuerdos de nuestros paisanos más
longevos nos hablan de métodos de lectura basados en carteles, cartillas y
catones. Desde fines del siglo XIX, nuestros abuelos aprendían a leer con el Catón
de Seijas y con libros de lectura como Juanito de Parravicini, un libro ya clásico cuya
primera edición data de 1836 del que se
ha dicho que pretendía educar niños santos y sabios mediante una metodología
puramente memorística[14]. Se
introducían en la doctrina cristiana con el Catecismo
del padre Jerónimo Ripalda y la Historia
Sagrada de Fleuri y a veces accedían a El
Epítome y El Compedio, los dos
manuales publicados en 1857
por la Real Academia Española que se convirtieron en la base del estudio escolar de la Gramática y la Ortografía, que condicionaron físicamente y
redujeron las explicaciones al mínimo.
Manuel Delgado Lora utilizaba en
el siglo XIX el sistema de carteles de lectura de Zamora. Eran carteles con
letras y las primeras silabas para iniciarse en la lectura. Los carteles de
Clemente Fernández, director
de la escuela Normal de Logroño a mediados del siglo XIX, y los carteles del
método racional de José María Flores, fueron
también muy usados en el siglo XIX[15],
aunque no sabemos si en nuestro entorno.
La cartilla Rayas y el Catón de Seijas y fueron los
medios más utilizados para la enseñanza de la lectura. La cartilla Rayas
fue utilizada en la escuela valverdeña de la Restauración[16]. La
cartilla Rayas y su método de
lectura, ideado por Ángel Rodríguez Álvarez,
se componía de tres partes, que se basaban en el autodenominado método de enseñanza de la lectura por la
escritura. La de Primera Raya empezaba con
asociaciones de vocales con un dibujo. La i era la primera vocal presentada y
se asociaba a una iglesia, mientras que los primeros trazos eran los de una
cruz y una bandera de tres franjas. Se ha escrito, en tal sentido, que se
buscaba ya desde las páginas de las primeras cartillas que los niños
interiorizaran las primeras letras con los símbolos de Dios, la Patria y la
Iglesia. Cada dos temas añadía una nueva letra, primero las vocales y luego las
consonantes. La primera era la m, con la que se formaban aquellas célebres
frases de “Mi mamá me mima, mi mamá me
ama”. Con sus métodos aprendieron a leer cientos de chiquillos valverdeños:
algunos de nuestros entrevistados recuerdan bien “El papá y la pipa”, o cómo se
aprendía la t con el tití, un monito con la cola enrollada en espiral, con cara
de travieso y de allí se pasaba al “toma tomate” y al “toma lima, toma lima
tomate”.
Cartilla Rayas
El Catón metódico de los niños,
de José González Seijas, contó con múltiples ediciones corregidas y aumentadas
desde los primeros decenios del siglo XIX, pero se mantuvo vigente hasta la
década de 1930. En la década de 1920, se utilizaba el primer Catón en la Escuela de la calle Nueva,
regentada por Evaristo Arrayás y Gregorio Romero; o en la escuela de la Luz, en
la clase de Antonio Infante Valdayo[17]. Era
también el silabario y primer libro de lectura de la escuela
femenina del Cabecillo de la
Cruz, regentada desde abril de 1920 por Carmen
Regaña[18] y
de la escuela de la Zona Militar. Así nos lo recordó Emilia
Villegas Espada (1924-2014), que sintetizó de esta manera los manuales que le
sirvieron de soporte en su vida escolar: «Primero la cartilla Rayas, luego el Catón, y finalmente la Enciclopedia». Esos mismos textos se
utilizaban en la escuela unitaria y dos clases
separadas de niños y niñas de la Fuente de la Corcha.[19]
Era un libro que contenía las letras y
sílabas iniciales y que proseguía con lecturas elementales que contenían frases
cortas para enseñar y ejercitar en la lectura a los principiantes, muchas de
las cuales tenían evidente contenido moralizador. Contó con múltiples
ediciones, aumentos y correcciones, de la mano de los principales editores de
la época: Victoriano Hernando, Gregorio Hernando, Saturnino Calleja, Hijos de
Santiago Rodríguez o Edelvives.
Distintas ediciones
del Catón metódico de los niños
Su trayectoria fue
muy prolongada. La sección Anuncios
de la Gaceta de Madrid, allá por la
década de 1830, hablaba de las bondades de esta cartilla de lectura con que
aprendían los niños a leer con mucha facilidad
y sin fastidio, por la sencillez y orden con que está compuesta. Bajo el lema de "instruir
deleitando", utilizaba un ameno y vistoso sistema iconográfico que
facilitaba a los pequeños el aprendizaje de la lectura. Desde mediados del
siglo XIX, la Dirección de Estudios, tras el dictamen de la Comisión de Examen
de Libros, incluyó el Catón de Seijas[20]
entre los libros de lectura, junto a los silabarios de Vicente Navarro y el de
José Segundo Mondéjar; otro Catón, el
de Victor Lamas, director de la escuela normal de Zaragoza, y el Arte o método practico de lectura de
Francisco Pradel y Alarcón[21].
Además, se utilizaron el Silabario de
Flórez, los Cuadernos de lecturas para
uso de las escuelas de Avendaño y Calderera, o las Fábulas Literarias de Tomás Iriarte.
En una de las
múltiples ediciones del Catón de
Seijas, de la editorial Calleja, la cubierta,
ilustrada a color, muestra a dos pequeños en el campo afanados en la lectura de
un libro. En todos sus ejemplares, la imagen de la infancia y de la enseñanza aparece
fuertemente idealizada, mientras su interior recogía un conjunto de
máximas y refranes que pretendían inclinar el corazón de los niños desde sus
más tiernos años a la práctica de la virtud. Para muestra, valga un botón: “El que guarda su boca y modera su lengua se
libra de muchos disgustos”;“Más vale poco con temor de Dios que tesoros
grandes, los cuales nunca satisfacen el corazón” o “Cuanto tu enemigo caiga en
desgracia, no te huelgues, ni en tu caída ni en su caída se alboroce tu
corazón”. Al margen de los
ejercicios correspondientes para aprender a leer, los catones incluían lecturas de cuentos, poemas y oraciones que
debían llenar las jornadas: así las había de por la mañana, al
despertar, al salir de casa, al entrar en la iglesia, etc.
Pero además, el Catón fue utilizado directamente por algunas madres para enseñar
los rudimentos de la lectura a sus propios hijos, con ayuda de una cartilla que
bien conocían de sus tiempos de escolaridad: «Antonio Rodríguez-Cepeda era nuestro maestro de primer grado. Nos enseñó
a leer y escribir, aunque creo que quien realmente me enseñó a leer fue mi
madre con un Catón de su infancia. El maestro nos ponía a leer. Cada vez que te
equivocabas te daba con el palillero en la cabeza».[22]
[1] Entrevistas a Petra
Arroyo Quiñones (1918) y Manuel Tejero Membrillo (1925).
[2] A.M.V. /L.A.C. de
1932, 7 de septiembre.
[3] A.M.V./A.C. de 1909
de 28 de agosto.
[4] Extraído de RICO PÉREZ, A. (1993): 1893-1993. Valverde y las salesianas, p.
29.
[5] DE GABRIEL FERNANDEZ,
N. (1987): “Escolarización y sistemas
de enseñanza”. Historia de la educación:
Revista interuniversitaria, nº 6,
págs. 209-228
[6] CALDERERA, M. (1884):
Guía del maestro de primera enseñanza o
estudios morales acerca de sus disposiciones y conducta, con un apéndice sobre
la educación de la mujer, Madrid, Librería de D. Gregorio Hernando, 63.
[7]
GIOLITTO, P.: Histoire de l'enseignement
primaire au XIX' siècle. L'organisation
pédagogique, Paris, Nathan, 1983, pp. 21-23, y ANNE QUERRIEN: Trabajos elementales sobre la escuela primaria, Madrid, Ediciones
La Piqueta, passim.. Recogido por Narciso de Gabriel, op. cit, p. 210.
[8] AVENDAÑO, J. y
CARDERERA, M. (1888): Curso elemental de
Pedagogía, Madrid, Imprenta de la Viuda de Hernando y C., pp. 303-305.
[9] HUESO, G. «Sistemas
de enseñanza», El Magisterio Gallego.
Recogido por Narciso de Gabriel, p. 215
[11] Entrevista a Petra
Arroyo Quiñones (1918).
[12] SANCHEZ CORRALEJO,
J.C (2004): “Las escuelas y los maestros de nuestros abuelos (I)”. Vid epígrafe
“Las escuelas católicas”. En Raíces,
nº 7, junio de 2004, p. 44.
[13] Extraído de RICO
PÉREZ, Antonio (1993): 1893-1993. Valverde
y las salesianas, p. 29.
[14] CORTS GINER Mª I y CALDERON ESPAÑA, Mª C, op. cit. 319.
[15] ESPIGADO TOCINO, Gloria (1996): Aprender a leer y a escribir en el Cádiz del
ochocientos. Universidad de Cádiz.
[16] Entrevistas a Petra Arroyo Quiñones y Emilia Villegas
Espada.
[17] Entrevista a
Antonio Garrido Canto (1924- 2012) a principios de los años treinta y lo siguió utilizando en la
unitaria de la calle Real de Abajo desde el año 1934.
[18] Entrevista a Emilia Villegas Espada (1924- 2014).
[19] Entrevista a Antonio Gamonoso Gutiérrez (1920). La
clase de las niñas estaba en la primera estancia y la de los niños al fondo del
inmueble, en el lagar
[20] CORTS GINER Mª I y
CALDERÓN ESPAÑA, Mª C (2006): Estudios de
historia de la educación andaluza. Universidad de Sevilla, p. 68.
[21] El Eco del comercio.
17/10/1841, p. 4.
[22]. Entrevista a Juan
Feria Parreño.
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