Juan Carlos Sánchez Corralejo.
En Facanías, nº 500. Febrero de 25
En homenaje a los que
rescataron la historia de Valverde a través de las páginas de Facanías y a los que aprendimos a
amar esa misma historia desde esas mismas páginas
Los
estertores de la tradición agropecuaria
Valverde seguía siendo un pueblo
agropecuario. Bien es cierto que
el siglo XVIII quedaba
muy atrás. Entonces, el sector primario contaba con unas 11.500 fanegas de
tierras, a las que se añadían las sementeras que los valverdeños realizaban en
los campos comunes de Niebla, cuantificadas por el Catastro en 1.094 fanegas[2], y
muchísimas más en la realidad. Pero en 1955, -con una población de derecho que superaba las 10.600 almas- aún
se cultivaban en Valverde 1.096 hectáreas en secano y 26 en regadío, y aún
existía una cabaña de ganado cabrío cercana a las 4.000 cabezas. Pero ya la
industria del curtido de pieles, las fábricas de cortes aparados y de calzado,
se habían convertido en el ramo más importante de la ciudad.[3]
Hasta la
década de 1950, un grupo ingente de familias siguieron apegadas al cultivo de
cereales en las tierras del alfoz valverdeño
y disponían, cada una de ellas, de una piara de cabras. Se distribuían desde
las Cumbres de los Ballesteros hasta el Fresnajoso y el Calvito, pasando por los
Campillos y el Cabezo «Mauro»; desde el Lagarejo y las Sierpes hasta la Corte
Elvira, Sierra León y el Coto de Villar Bajo. Mantenían en explotación los
pagos de Citolero, las Damas, el Alamillo, el Castillo, Carabales y Valdegrosa,
así como la dehesa de los Machos, los Ballesteros, el Cabezo de las Mateas, Los
Ramos, La Cerca del Villar, el Pozo del Gamo, el Garduño, la Sierra de Rite, Las
Lagunitas, el Barranco del «Brucio», las Veguitas y el Collado de la Palma.
También Puerto Blanco, El Cuco, La
Bomba, y los grandes cotos como el Coto de los Gatos, propiedad de la familia
Vizcaíno, o El Coto Castilla -posterior Coto Zarza-[4],
divididos, a menudo, en tres hojas dedicadas respectivamente al cereal, a los aprovechamientos ganaderos y al barbecho,
cuyas tierras eran arrendadas a menudo mediante el sistema de aparcería.
Pero, además, se seguían explotando los baldíos de Niebla[5]. Bien es sabido que los valverdeños protagonizaron una intensa labor de roturación, desde
el siglo XVI a base de una agricultura itinerante de rozas en los baldíos de
Niebla, que lugar a pequeños
núcleos dispersos: en las cercanías del camino real de La Palma, repoblaron Las
Arenas, la majada de La Plata, La Aldehuela, Barrancoso,
Los Morcillos o El Turmalejo; en el camino de Valverde a Niebla, La Juncia, Caballón, Raboconejo y La Peñuela. Se extendieron por La Soriana, Las Coles de Montemolín y El Encinar. Poseían caseríos diseminados en los pagos de Tamujoso, Villarejos, Romerales de la Bóveda o La Cabeza de los Vinos,
situados en los «confines con la
dehesa boyal» de Beas; llegaron a
Candón y a las propias puertas de Niebla, concretamente a los pagos de El Palmar, Malrecado y Las Veguillas de Martín Pérez junto al río Tinto; y
en el Camino Real de Huelva, tras pasar las viñas y pinares del Saltillo,
poblaron la Navahermosa, Pedro López, la
Fuente de la Corcha y los marcos de las Alcoleas, estos últimos lugares de
aprovechamiento común de los vecinos de Valverde, Beas y Trigueros. El
asentamiento de los valverdeños en los baldíos dio lugar a un modelo de
ocupación –fundamental, que no exclusivamente- agrícola, ya que se necesitaba
esas tierras para la obtención de unas
cosechas que les estaban vedadas por la pobreza extrema de su propio término
municipal.[6]
En el siglo XX, estas familias seguían utilizando los mulos para la
carga de útiles de labranza, del agua o el transporte del trigo, la cebada o la
avena. Tras el trillado, aventado y cernido del cereal en las eras, el grano era
envasado en costales de lona con una capacidad que oscilaba entre media y una
fanega. La paja de la trilla era transportada sobre cangallas o bien sujetada
con grandes redes de esparto -llamadas barcinas-, antes de ser almacenada en los «doblaos» valverdeños. Todavía había eras en Valverde, como la de Los Gabrieles
o la era del Torbiscal,
anteriores al
siglo XVIII[7]; la era Nariqueta junto a la huerta de Cruzado, las eras del Ladrón, la del Chalet de los Escoceses o la del Barranco del Lobo; y en el propio alfoz las eras de la Carrasca y la de la Cumbre de los Cordoneros, convertidas ya casi en reliquias de la trilla
y el aventado, y transformadas a pasos agigantados en atalayas para los juegos
infantiles.
Pelentrines,
jornaleros y piojaleros
constituían la base de la economía rural. Los más humildes
practicaban una agricultura de rozas en unos ”piojales”, cedidos por sus dueños
en las veras y riscales de sus fincas, mediante contratos verbales de
aparcería. En los cercados arrendados y en los piojales trabajaban el
matrimonio y sus hijos, arrancando jaras con el calabozo y escardando yerbas. El trabajo de
los piojales era extremadamente
duro: se arrancaba el monte y se seguía practicando el sistema tradicional de
rozas, mediante la llamada rodeá. Los
pìojaleros araban, a veces con un caballo propio, con la ayuda de un cangallo
de madera, el arado alemán y la collera. A menudo las mujeres utilizaban
guantes o simples calcetines para arrancar las jaras, cuando no era suficiente
el calabozo, y sus manos se llenaban de ripiones.
Con aquellas jaras se hacían brazas y se daba forma a la “rodeá”, a base
de montones que se quemaban, bien por la
mañana temprano, o bien de oscurecida para evitar que las ascuas se
convirtieran en fuego incontrolable.[8]
Los
hortelanos ofrecían en sus tableros de la Plaza
de abastos manojos de hojas de coles, hortalizas y frutas, procedentes de
las huertas de Las Adelfillas, de Pérez Caro -antes de Catalina Simón-, del
Correo, de La Becerra, de Pedro López o de La Juncia.
El
Servicio Nacional del Trigo –cuya
sede local se hallaba en la Hermandad Sindical de Labradores, en el viejo
edificio de la C.N.S., bajo la secretaría de Manuel Pernil Cortés- trataba de
monopolizar la distribución de granos y acabar con aquella venta declarada
fraudulenta por el régimen de Franco, aunque en buena parte lo permitía, ya que
era sabedor de que las prácticas de estraperlo garantizaban el abasto
alimenticio de la población. Por ello, frente al control de los molinos
hidráulicos del Odiel -del Puente, de Azogil
o del Turnio, del Becerrillo o Becerril,
de Ramoncha, del Vado y de la Revuelta
del Pirraco- se multiplicaron las molinetas domésticas que
molturaban el trigo de estraperlo.
La era de La Carrasca.
Reproducción de Valeca.
Todas estas familias criaban cochinos
en los cortinales de sus casas siguiendo una tradición ancestral. Se
trataba de amplias casas que llegaban a 40 o incluso a 58 varas de fondo y que
incluían un hermoso corral con zahúrdas y, a veces, caballerizas. Se
localizaban en las calles que formaban el corazón del entramado urbano: las
calles Trinidad, Santa Ana, Carpinteros, de la Fuente, Camacho, del Duque, Real
de Abajo, Real de Arriba o Martín Sánchez. Este cerdo doméstico se alimentaba de las sobras
propias y las de los vecinos. Era habitual ver, en el Valverde de la postguerra, a los niños cargados con dos
cubos visitando a los vecinos al grito de ¿hay
cáscaras? para recoger las de sandías y melones, las cáscaras de las
patatas y demás desperdicios del almuerzo. La dieta del cochino se completaba
con el maíz y el afrecho comprado en la fábrica de harinas de San Rafael,
propiedad por entonces de los hermanos Rodríguez Varón.
La matanza
casera ha perdido pujanza en las últimas décadas, pero hasta los años 70
fue ceremonial, fiesta familiar y base
de la economía de subsistencia de miles de familias en la España de la postguerra.
Su carne exquisita, la facilidad de conservación y el convencimiento de que del
cerdo se aprovecha todo, han estado siempre en la base de la celebración de la matanza. En ella se
mezclan la necesidad, el autoabastecimiento, viejos rituales de sacrificio de
animales y el efecto purificador del fuego, aunque muchos autores insisten en
que era ante todo un rito de supervivencia. En aquellas zahúrdas, las familias
campesinas de economía mediana criaban un par de cerdos al año, uno para el verdeo, esto es, para llenar los
alforjes en los duros días de trabajo en el campo, y otro para la casa; pero
además poseían una cuadra con dos mulas, un caballo y una yegua para las faenas
del campo, y en ocasiones un horno para fabricar el pan de estraperlo.
La
existencia de un potente sector primario permitió el desarrollo de talleres
asociados a estas actividades: las herrerías
y las fraguas de carbón de cepa de brezo. El taller de Juanillo el herrador, localizado en el corral de la casa de
los Macías, de la calle Don Rodrigo Caballero, con acceso por el portalón anexo
a las Escuelas Vicentinas, era una humilde fragua donde se herraban las bestias
de la localidad. Pero además hubo una decena larga de fraguas propiamente
dichas. Una de las más antiguas era la de José
Ruiz del número 31 de La Calleja, allí levantada desde fines del siglo XIX
o la de Federico
Arroyo Santos[9] en el domicilio familiar del Cabecillo de la Cruz, 13, que pasó en
1954 a su hijo Federico Arroyo Quiñones.
Pedro Vizcaíno Gómez “el Boga” fue tratante de ganado y
propietario de la fragua del callejón de las Brujas. Otro de aquellos herreros
vino de Bonares: Juan Muñoz Domínguez
tuvo fragua en el Peñeo, cuyos fuelles avivaban el fuego para fabricar
herraduras, trébedes o paragüeros.
Completaban la nómina de fraguas la de Cristóbal Gómez Arroyo de la calle Antonio Vizcaíno (actual Calle del
Duque), la de Gregorio Arroyo Bernal en
el Cabecillo Martin Sánchez, 14; la de los hermanos Arroyo Parra, Román y
Federico quienes aprendieron el oficio en la fragua de su padre Luis Arroyo Arroyo del número 13 del
Cabecillo; la de Bernardo Donaire Cera de La Calleja 40, frente a
la Clínica La Unión; la de José Arroyo
Castilla en Alcolea 25; la de Emilio Arroyo Romero en A. Vizcaíno
37; la de los hermanos José, Eloy y Francisco Arroyo en la calle Camacho con entrada
por el portón del Cantón; la fragua de los hermanos Julio y Juan Arroyo, los Rufina, en el Cabecillo Martin Sánchez y
puerta falsa por la Calle Santa Ana; la de Patricio
Arroyo Mora de la calle del Sol (antigua
Fernando Vizcaíno); y la de Bernardo
Donaire del Dolor.
Juan Luis Arroyo Rivera tuvo fragua en
el propio domicilio, en el 47 de la calle General Mola -anterior Andrés Mora y
actual Real de Abajo-: allí arreglaba las rejas de arados y fabricaba útiles para el hogar como “estreores”
o trébedes y parrillas, además de navajas con el cabo de cuerno. El negocio fue
ampliado por su hijo Juan Luis Arroyo
Tocino, quien desde 1946 se trasladó a la periferia del pueblo, al Toril,
actual calle Herrerías, y allí contó con el apoyo de su hijo Manuel Arroyo Sánchez, vuelto del servicio militar en 1948. La
fragua de los Arroyos aumento su producción y, a la anterior, añadió hoces de
segar, puñales, y desde la década de 1950 rejas de ventanas y balcones. De sus
talleres salieron las rejas de la barriada de la Inmaculada Concepción –las
Casas Baratas- y otras muchas para Madrid y Barcelona[10]. A la
fragua del Manani “solo le faltaba un
barrilillo de esos de aguardiente y una máquina de hacer café para hacerle la
competencia a cualquier taberna” debido al ajetreo continuo y a la
animación continua de la tertulia[11]. Aquel
mensaje debió calar en el propietario ya que más tarde se dotó de aquella
anhelada máquina de café.
Seguía habiendo pastores, cuyo oficio se heredaba igual que la sangre azul de los
nobles. Eran los dueños de las majadas: dormían en chozos construidos de juncos
y jaras que abigarraban la estructura de estacas de troncos de encinas y
adelfas; se levantaban a las cuatro de la madrugada para ordeñar las cabras que
todavía dormían en las chivitillas,
apriscos o corralones de piedra, y desde
las seis la burra, con los cántaros de leche en sus angarillas, estaba
aparejada para traerlos a Valverde. Eran pastores de puchera de garbanzos y de
gazpacho, de zahones, anguarinas y de capotes, únicas armas con las que podían
vencer las noches de frio y las mañanas de niebla.[12]
Los
rebaños eran abundantes y, aunque ya no llegaban a Valverde las ovejas de la
Mesta, seguía existiendo una trashumancia
local. Hubo familias como los Mora
Benítez, que poseían de media, unos años con otros, 500 ovejas, 50 vacas, 100
cochinos y una piara de cabras. El ganado lanar de la familia Mora Benítez
transitaba de Valverde hasta Candón. En primavera, los ganados volvían a
Valverde y desde la Dehesa Blanco pasaban por los Medios de Niebla, La
Retamosa, la Venta de la Carbonera, Caballón y La Melera, hasta tomar la
carretera del Garduño para llegar a Valverde junto al cementerio. De allí
tomaban el huerto de Coronilla y el Coto de Cristobilla hasta Los Campillos.
Chozos y chivitines de juncos (1961). A. RICO. Valverde en Sepia.
Las ferias históricas de Valverde siempre fueron encuentros ganaderos[13]y, desde tiempo inmemorial, los propietarios de los cercados o ruedos de la población cedían sus pastos o rastrojos después de levantadas las mieses, para el disfrute de las caballerías y ganados que acudían al evento[14]: Las caballerías pastaban en los Riscos del Tintor o la Cerca del Matadero; el ganado vacuno desde el arroyo del Pilar hasta la cerca del Hospital, y las reses restantes en el Valle de los Álamos, el Pilar, Vajondo, las Adelfillas o la Sanguijuelilla[15]. El mercado de ganado se vio favorecido con la construcción del pilar del Rollo, mientras la velada del Valle de la Fuente se animó desde sus inicios con iluminaciones de farolillos de papel a la veneciana, fuegos artificiales y los acordes de la banda de música local. La feria de agosto mantuvo ese doble carácter decimonónico, comercial y festivo: en las décadas iniciales del siglo XX seguía asistiéndose al trueque de ganado tradicional. Por aquel entonces, en palabras de J.M. Ortiz, “se cambiaba yegua en cinta por mulo de buena alzada, cabra costeña por verraco ibérico. Se compraba para uso propio el borceguí, las batas y los pantalones de pana de canutillos”.[16]
Continuará (...)
[1] La
base del artículo está extraído de El Grupo Escolar y Valverde del Camino (1937-1986),
pp. 168-170. Reelaborado y ampliado para Facanías con ocasión de la edición de su ejemplar 500.
[3]Vid. MOLA, F., “Noticia de Valverde del Camino. Características del
término municipal de Valverde del Camino. Territorio, extensión y límites del
término municipal”, Valverde en Fiestas, Año XXI, nº 13. 1955.
[4] Propiedad de Manuel Castilla Hidalgo,
alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera y mayor contribuyente de la
población, poseía ganado menor, como cabras y ovejas, y reses bravas.
[5] Para el tema de los baldíos Víd. ROMERO PÉREZ, D., Un pueblo colonizador. Estudio sobre la acción y los derechos de
Valverde del Camino en los baldíos de
Niebla (1369-1955), Valverde del Camino,
1956.
[6] SÁNCHEZ
CORRALEJO, J.C., “Los baldíos de Niebla durante los siglos XVI
y XVII. Aprovechamientos comunales en el corazón del condado: Valverde del
Camino, Trigueros, Beas, y Villarrasa”.
En El Mundo Rural en la España Moderna. 2004. Actas de las VIIª reunión Científica de
la Fundación Española de Historia Moderna. Universidad de Castilla La Mancha,
p. 1042.
[8]
Entrevista a Petra Corralejo Batanero (1911-2012).
[10] Entrevista a Manuel Arroyo Sánchez
(1925).
[12]
Recomendamos la lectura de “Cirilo, el lecherillo” de Juan MANTERO RAMÍREZ. En Raíces, nº 10, junio de 2007, p. 14-15
[13] Vid. CASTILLA SORIANO
J.C. y SÁNCHEZ CORRALEJO, J.C. Las
primitivas ferias de Valverde: San Pedro, Santiago y Santa Ana. Raíces, nº 1, 1998, págs. 6-8.
[14] A.M.V. Ayuntamiento Pleno. 1893, julio, 2. Leg. 41.
[15] A.M.V. Actas Capitulares. 1845, julio, 26. Leg. 35.
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