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jueves, 15 de agosto de 2013

JUEGOS DE CHIQUILLOS. VALVERDE DEL CAMINO

8.1. Tiempo de recreo.


Juan Carlos Sánchez Corralejo

Extraído de "El grupo Escolar y Valverde del Camino" (1937-1986.)
 En  Del grupo EScolar al CEIP Menéndez y Pelayo, 2012. pp. 339-342 ISBN:978-84-  


De las 28 horas semanales, tres eran las dedicadas al recreo. En la década de 1940, dos explanadas servían de lugar de regocijo: el callejón de las Adelfillas y el llano situado a las espaldas de las aulas 5 y 6, que era el campo de fútbol oficial del  colegio.

El recreo comenzaba con una dura tarea. Había que evacuar la vejiga y los servicios del colegio estaban a menudo averiados o no disponían de agua corriente, ya que no funcionaba la bomba del pozo. Por ello, en los años iniciales del centro el lugar elegido era el callejón de las Aldefillas,  posteriormente sustituido por el muro de la calle Madrid:

«Salíamos corriendo hacia la calle Madrid a ver quién llegaba antes al terraplén. La segunda apuesta era observar quien lograba impulsar la orina más lejos y regar el murillo de protección».[1]

En 1967 el propio inspector observó como salían los chicos del colegio para tal menester y envío un oficio al alcalde que tuvo un efecto inmediato. Al día siguiente estaba resuelto el tema del agua, al menos de forma momentánea.[2]

Para poder beber los alumnos portaban su propia cantimplora o una botella. Además, en cada clase solía haber un piché y el maestro encomendaba a algún alumnos a llenarlo a los "pocillos" cercanos al Grupo. 

En los años del hambre, la chiquillería jugaba al futbol con la pelota de red. La habilidad era confeccionarla con viejos trapos, asidos por cuerdas hasta darle forma de redecilla y lograr que tuviera un bote adecuado. Dos piedras en el suelo hacían las veces de austera portería, mientras unas sencillas alpargatas cubrían los pies de aquellos niños. Incluso se fabricaban silbatos quitándoles el corazón a los huesos de albaricoques… La ilusión hacía el resto.[3]

Los juegos del recreo eran los propios de la época: los bolinches, las trompas y el "torito esconder”. Este último se comenzaba echando los chinos y pronunciando las palabras mágicas arrecoto la china para no echarme. Cada uno de los participantes debía dar una palmada en una de las manos del capitán: si salía bana (mano sin chino) no te quedabas, pero si salía “cuesco” debías empezar a  contar hasta cincuenta y pronunciar el aviso de decoro: “ronda, ronda, el que no esté escondío que se esconda”.

El "torito salvar" comenzaba con dos capitanes con el “monta y cabe” para formar dos equipos. Si alguno del equipo era capaz de entrar corriendo en la cárcel, protegida por el carcelero, y tocaba a los encerrados, estos quedaban salvados. No faltaron tampoco la  "piola", los "burritos cailones", el patá, la tángana y el marro. Todos ellos se mantuvieron desde los años 40 hasta finales de los 70.[4]

La tipología de los bolinches iba desde los bolares y pijillas hasta los bolinches de cristal y los de piedra, de barro secado al sol. Con los bolinches se jugaba al hoyo y al corro, en esta última modalidad con dos variantes, con bolinches o con chapillas, según se anduviera de disponibilidades económicas.

En los años 40, las trompas se compraban en la tienda de Medina, en la Plaza Ramón y Cajal, o en La Minera”, y las puyas de acero en el taller de los Rufinos en la calle Santa Ana[5] o en la fragua de Luis Arroyo[6].  En los setenta, las trompas se adquirían en la Tienda de Roberto, en Alamillo y La Casita de Papel de Francisca Peña, o en el Garigolo de Encarna Lorenzo y Urbano López.  

Ojo, cuchillo, tijera y tenedor” y los burritos cailones apelaban al lado más salvaje. Este último se mantuvo desde el inicio del centro escolar hasta la década de los 80. Era bueno rodearse de grandes saltadores, capaces de encaramarse en las rejas metálicas de las ventanas, aunque el juego lo decidía siempre la  corpulencia de algunos jugadores, bien ganada a base de puchera de garbanzos y una vida relativamente sedentaria.
   
También se practicaba el fútbol, a pesar de las dificultades que presentaba el terreno, sobre todo por los alumnos más grandes.

«Una cosa curiosa que recuerdo es que cada juego tenía su época, yo no recuerdo la distribución temporal pero no siempre se jugaba a todo. También se jugaba a la "lima", y yo me dedicaba muchos recreos a "cambiar cromos", bien de futbolistas o de colecciones de animales; otros cambiaban tebeos».[7]

En la década de los sesenta cada escuela tenia si propio equipo de fútbol. Durante los recreos había campeonatos entre los alumnos de D. Francisco Romero contra los de D. Fernando, y así sucesivamente:

«Raro era el día que no rompíamos un cristal. Al final lo pagábamos entre todos y ya está».[8]

Muchos alumnos de los años 40 recuerdan como otra operación del tiempo de recreo proceder a la recogida de las aceitunas que luego servirían para el consumo familiar de los maestros.

Fuera del colegio, y lejos de la vigilancia de sus mentores, muchos de aquellos chiquillos preferían pelear con hondas a la sombra de los Riscos Tintones o matar gorriones con el tirachinos, realizar bombas incendiarias con excrementos de vaca o enterrarse en los montones de juncia, debidamente acumulados delante de alguna casa del Valle de la Fuente el día del Corpus Christi, después de la procesión, al grito de “ropa encima, que hay poca”.[9] 

El recreo y la ausencia momentánea del maestro de vigilancia fueron aprovechadas para desarrollar lo que hoy se llamaría el espíritu emprendedor. En los años 50, algunos alumnos aprovechaban la ausencia del educador para rifar entre los alumnos recortables o troquelados de soldaditos mediante la venta previa de papeletas. En la década de los 60 otros chiquillos alquilaban sus propias bicicletas: una vuelta al grupo escolar a cambio de una perra gorda.[10]

Un alumno logró amasar en un solo día más de cuarenta pesetas de la época, la mayor parte de ellas jugando al “hoyo”, con “tres tapones espectaculares”, y el resto alquilando  una bicicleta “muy buena” que tenía, a razón de dos reales, una peonza o varías canicas por cada paseo. Enterado D. Severino Fernández, los obligó a entregar todo lo ganado para obras benéficas, es decir, “para los negritos”.[11]

A finales de los 60 y comienzos de los 70,  los chiquillos más osados se   tiraban de las ramas de los olivos, imitando las destrezas de Tarzán, y se seguía  jugando a los  burritos "cailones" y a los bolinches:

«El lugar preferido para jugar a los bolinches y al hoyo era el regatón que separaba el colegio de los terrenos de la barriada de Andalucía, por su amplitud y ondulación; todo ello con anterioridad a la construcción de la barriada de Andalucía. En los últimos cursos compartíamos más espacios y juegos con las alumnas».[12]

«Jugábamos a los burritos cailones, el quebrantahuesos, al pasar la bomba, la lima y, de forma infatigable, al fútbol. Con los primeros, más de uno tuvo que ser atendido en dirección, fruto del ímpetu con el que nos entregábamos al juego y del zócalo de chinos que tenía el colegio, que resultaba una combinación un tanto peligrosa».[13]

El recreo de las niñas era más tranquilo:

«Jugábamos a la comba, a las figuritas con cromos saltarines y al torito coger o esconder, cada una de en su corrillo de amigas»[14].

Otra de las grandes protagonistas del recreo del Menéndez Pelayo fue   Marina Quintero. En el kiosko de Marina, de la Calle Agustina de Aragón, se vendían "garbanzos remojaos" y "cebá tostá", como antes lo hizo en la Calle Peñuelas, administrados en "papel de cañafea", a veces con ayuda de su hijo Antonio Rivera Quintero. Pero, además, aprovechó la cercanía del colegio para la venta de chucherías, galletas de coco y polos de nata a sus nuevos clientes. Esa diversificación del negocio de Marina fue sin duda del agrado de la chiquillería. Asimismo, el kiosko era también papelería y vendía gomas Milán, bolígrafos Bic y libretas de todos los tamaños y colores.

En los años sesenta las niñas salían al kiosko de Marina a comprar[15], pero cuando se construyó la valla perimetral, Marina se acercaba a la misma durante el recreo y los chicos nos agolpábamos para adquirir nuestras golosinas. No faltaban tampoco los que se saltaban la valla para acceder directamente a la tienda y evitar las enormes acumulaciones.   

Las instalaciones deportivas mejoraron con el tiempo. En 1972, se solicita proyecto al arquitecto Miguel González Vilches, a fin de dotar de pista polideportiva al Menéndez y Pelayo, y cinco meses después el consejo asesor de la Delegación Provincial del Ministerio de Educación y Ciencia concedió una subvención de 100.000 ptas., completada con otra del ayuntamiento de 50.000 ptas., para reparaciones urgentes[16]. Pero las nuevas pistas polideportivas no estuvieron listas hasta 1982, y desde entonces sirvieron de lugar de esparcimiento en horario de tarde y en época de vacaciones:

«Los que vivíamos al lado pasábamos allí muchas tardes y buena parte de las vacaciones de verano, jugando en las pistas, en las bellasombras o en la obra que se convertiría en la Sala de Usos Múltiples. Son los momentos de mayor felicidad que recuerdo, cuando el juego sustituía a las clases, aunque siempre había momentos de crueldad infantil: peleas entre pandillas, hostigamiento a los más pequeños que habían llegado antes que los mayores y eran obligados a abandonar el recinto, matanza de gatos recién nacidos con una inquina excesiva -recuerdo a uno atravesado con un alambre de libreta y con el que jugaban al boleón-, etc. Lo que más me gustaba eran los partidos de fútbol, más de cuarenta chiquillos en 300 m2 persiguiendo un balón en masa (fútbol-melé llamaría hoy a eso). Ah, y los polos caseros de "la Marina"».[17]

Los maestros tenían la difícil tarea de vigilar los recreos. Ya el Reglamento de Escuelas Graduadas de 1918, que se mantuvo vigente hasta 1970, establecía que en las escuelas dotadas de patio, los alumnos no permanecerían solos durante el tiempo de recreo, sino bajo vigilancia de los maestros, quienes debían turnarse en el desempeño de dicho servicio[18]. Los maestros, pues, debían impedir que algún que otro chiquillo terminara el recreo con una pitera y que los zagales no pisaran  los jardines de la fuente[19], aunque  siempre aparecían muy desmejorados


[1]. Entrevista a Pedro Cera Vera.
[2]. Entrevista a Francisco Javier Almonte Martínez. En realidad el alumnado había salido a instancia de D. Fernando Gómez para coger aceitunas. Pero la habilidad del maestro, al verse sorprendido por la visita de inspección,  en mentar el problema del agua facilitó su arreglo.  
[3]. Entrevistas a Daniel  Mantero Castilla, Manuel Rodríguez Marín y José Torres Arroyo.
[4]. Véase  MOLINERO;  “Juegos de aquel Valverde”. En FACANIAS nº 128, febrero de 1984 p. 7.
[5]. Entrevistas a Daniel Mantero Castilla.
[6]. MANTERO RAMÍREZ, 1994.
[7]. Entrevista a José Martin de Toro, José Pérez Moya. 
[8]. Entrevista a Salvador Serrano Maestre.
[9]. Entrevista a Daniel Mantero Castilla.
[10]. Entrevista a José María Contioso Catrina, Una perra gorda era el nombre coloquial de la moneda de 10 céntimos de peseta. Aludía al extraño león, confundido con un  perro, que aparecía en el reverso. Por su parte, la perra chica era una moneda de iguales motivos en anverso y reverso con la mitad de peso, tamaño y valor, 5 céntimos de peseta.
[11]. Así nos los refiere José Oso Cuesto, a través de un amigo común, Juan Carlos Parreño Hidalgo.
[12]. Entrevista a Manuel Vera Mora.
[13]. Entrevista a Antonio Mantero.
[14]. Entrevista a Manoli Romero Lineros.
[15]. Entrevista a Manoli Romero Lineros.
[16]. A.M.V./L.A.C. de 1972, 5 de junio y 6 de noviembre.
[17]. Entrevista a Juan Manuel Macías Ramos.
[18]. Real decreto aprobando el reglamento de régimen interior de las Escuelas Graduadas (Gaceta de Madrid núm. 274, de 01/10/1918), pp. 12.
[19]. A.C.M.P., actas de claustro de 14 de diciembre de 1978.

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