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lunes, 2 de marzo de 2015

VALVERDE DEL CAMINO. LA TRADICION AGROPECUARIA

Retales de Valverde en las décadas de 1930  y 1940(II)).¿La economía que venció a la crisis, o la época de las largas vacaciones?.1ª Parte.[1]


 Juan Carlos Sánchez Corralejo.
En Facanías, nº 500. Febrero de 25
En homenaje a los que rescataron la historia de Valverde a través de las páginas de Facanías y a los que aprendimos a amar esa misma historia desde esas mismas páginas

  

Los estertores de la tradición agropecuaria

Valverde seguía siendo un pueblo agropecuario. Bien es cierto que el siglo XVIII quedaba muy atrás. Entonces, el sector primario contaba con unas 11.500 fanegas de tierras, a las que se añadían las sementeras que los valverdeños realizaban en los campos comunes de Niebla, cuantificadas por el Catastro en 1.094 fanegas[2], y muchísimas más en la realidad.  Pero en 1955, -con una población de derecho que superaba las 10.600 almas- aún se cultivaban en Valverde 1.096 hectáreas en secano y 26 en regadío, y aún existía una cabaña de ganado cabrío cercana a las 4.000 cabezas. Pero ya la industria del curtido de pieles, las fábricas de cortes aparados y de calzado, se habían convertido en el ramo más importante de la ciudad.[3]

 Hasta la década de 1950, un grupo ingente de familias siguieron apegadas al cultivo de cereales en las tierras del alfoz valverdeño y disponían, cada una de ellas, de una piara de cabras. Se distribuían desde las Cumbres de los Ballesteros hasta el Fresnajoso y el Calvito, pasando por los Campillos y el Cabezo «Mauro»; desde el Lagarejo y las Sierpes hasta la Corte Elvira, Sierra León y el Coto de Villar Bajo. Mantenían en explotación los pagos de Citolero, las Damas, el Alamillo, el Castillo, Carabales y Valdegrosa, así como la dehesa de los Machos, los Ballesteros, el Cabezo de las Mateas, Los Ramos, La Cerca del Villar, el Pozo del Gamo, el Garduño, la Sierra de Rite, Las Lagunitas, el Barranco del «Brucio», las Veguitas y el Collado de la Palma. También  Puerto Blanco, El Cuco, La Bomba, y los grandes cotos como el Coto de los Gatos, propiedad de la familia Vizcaíno, o El Coto Castilla -posterior Coto Zarza-[4], divididos, a menudo, en tres hojas dedicadas respectivamente al cereal,  a los aprovechamientos ganaderos y al barbecho, cuyas tierras eran arrendadas a menudo mediante el sistema de aparcería.     

Pero, además, se seguían explotando los baldíos de Niebla[5]. Bien es sabido que los valverdeños protagonizaron una intensa labor de roturación, desde el siglo XVI a base de una agricultura itinerante de rozas en los baldíos de Niebla, que  lugar a pequeños núcleos dispersos: en las cercanías del camino real de La Palma, repoblaron Las Arenas, la majada de La Plata, La Aldehuela, Barrancoso, Los Morcillos o El Turmalejo; en el  camino de Valverde a Niebla,  La Juncia, Caballón, Raboconejo y La Peñuela. Se extendieron por La Soriana, Las Coles de Montemolín y El Encinar. Poseían caseríos diseminados en los pagos de Tamujoso, Villarejos, Romerales de la Bóveda o La Cabeza de los Vinos, situados en los «confines con la dehesa boyal» de Beas;  llegaron a Candón y a las propias puertas de Niebla, concretamente a los pagos de El Palmar, Malrecado y Las Veguillas de Martín Pérez junto al río Tinto; y en el  Camino Real  de Huelva, tras pasar las viñas y pinares del Saltillo,  poblaron la Navahermosa, Pedro López, la Fuente de la Corcha y los marcos de las Alcoleas, estos últimos lugares de aprovechamiento común de los vecinos de Valverde, Beas y Trigueros. El asentamiento de los valverdeños en los baldíos dio lugar a un modelo de ocupación –fundamental, que no exclusivamente- agrícola, ya que se necesitaba esas tierras  para la obtención de unas cosechas que les estaban vedadas por la pobreza extrema de su propio término municipal.[6]

En el siglo XX, estas familias seguían utilizando los mulos para la carga de útiles de labranza, del agua o el transporte del trigo, la cebada o la avena. Tras el trillado, aventado y cernido del cereal en las eras, el grano era envasado en costales de lona con una capacidad que oscilaba entre media y una fanega. La paja de la trilla era transportada sobre cangallas o bien sujetada con grandes redes de esparto -llamadas barcinas-, antes de ser almacenada en los «doblaos» valverdeños. Todavía había eras en Valverde,  como la de Los Gabrieles o la era del Torbiscal,  anteriores al siglo XVIII[7]; la  era Nariqueta  junto a la huerta de Cruzado, las eras del Ladrón, la del Chalet de los Escoceses o la del Barranco del Lobo; y en el propio alfoz las eras de la Carrasca y la de la Cumbre de los Cordoneros, convertidas ya casi en reliquias de la trilla y el aventado, y transformadas a pasos agigantados en atalayas para los juegos infantiles.   

Pelentrines, jornaleros y piojaleros constituían  la  base de la economía rural. Los más humildes practicaban una agricultura de rozas en unos ”piojales”, cedidos por sus dueños en las veras y riscales de sus fincas, mediante contratos verbales de aparcería. En los cercados arrendados y en los piojales trabajaban el matrimonio y sus hijos, arrancando jaras con el calabozo y  escardando yerbas. El trabajo de los piojales era extremadamente duro: se arrancaba el monte y se seguía practicando el sistema tradicional de rozas, mediante la llamada rodeá. Los pìojaleros araban, a veces con un caballo propio, con la ayuda de un cangallo de madera, el arado alemán y la collera. A menudo las mujeres utilizaban guantes o simples calcetines para arrancar las jaras, cuando no era suficiente el calabozo, y sus manos se llenaban de ripiones. Con aquellas jaras se hacían brazas y se daba forma a la “rodeá”, a base de  montones que se quemaban, bien por la mañana temprano, o bien de oscurecida para evitar que las ascuas se convirtieran en fuego incontrolable.[8]   

    Los hortelanos ofrecían en sus tableros de la Plaza de abastos manojos de hojas de coles, hortalizas y frutas, procedentes de las huertas de Las Adelfillas, de Pérez Caro -antes de Catalina Simón-, del Correo, de La Becerra, de Pedro López o de La Juncia. 

   

    El Servicio Nacional del Trigo –cuya sede local se hallaba en la Hermandad Sindical de Labradores, en el viejo edificio de la C.N.S., bajo la secretaría de Manuel Pernil Cortés- trataba de monopolizar la distribución de granos y acabar con aquella venta declarada fraudulenta por el régimen de Franco, aunque en buena parte lo permitía, ya que era sabedor de que las prácticas de estraperlo garantizaban el abasto alimenticio de la población. Por ello, frente al control de los molinos hidráulicos del Odiel  -del  Puente, de Azogil o del Turnio, del Becerrillo o Becerril, de Ramoncha, del Vado y de la Revuelta del Pirraco- se multiplicaron las molinetas domésticas que molturaban el trigo de estraperlo.  





                             La era de La Carrasca. Reproducción de Valeca.

            Todas estas familias criaban cochinos en los cortinales de sus casas siguiendo una tradición ancestral. Se trataba de amplias casas que llegaban a 40 o incluso a 58 varas de fondo y que incluían un hermoso corral con zahúrdas y, a veces, caballerizas. Se localizaban en las calles que formaban el corazón del entramado urbano: las calles Trinidad, Santa Ana, Carpinteros, de la Fuente, Camacho, del Duque, Real de Abajo, Real de Arriba o Martín Sánchez. Este cerdo doméstico se alimentaba de las sobras propias y las de los vecinos. Era habitual ver, en el Valverde de la  postguerra, a los niños cargados con dos cubos visitando a los vecinos al grito de ¿hay cáscaras? para recoger las de sandías y melones, las cáscaras de las patatas y demás desperdicios del almuerzo. La dieta del cochino se completaba con el maíz y el afrecho comprado en la fábrica de harinas de San Rafael, propiedad por entonces de los hermanos Rodríguez Varón.  


La matanza casera ha perdido pujanza en las últimas décadas, pero hasta los años 70 fue ceremonial,  fiesta familiar y base de la economía de subsistencia de miles de familias en la España de la postguerra. Su carne exquisita, la facilidad de conservación y el convencimiento de que del cerdo se aprovecha todo, han estado siempre en la base de  la celebración de la matanza. En ella se mezclan la necesidad, el autoabastecimiento, viejos rituales de sacrificio de animales y el efecto purificador del fuego, aunque muchos autores insisten en que era ante todo un rito de supervivencia. En aquellas zahúrdas, las familias campesinas de economía mediana criaban un par de cerdos al año, uno para el verdeo, esto es, para llenar los alforjes en los duros días de trabajo en el campo, y otro para la casa; pero además poseían una cuadra con dos mulas, un caballo y una yegua para las faenas del campo, y en ocasiones un horno para fabricar el pan de estraperlo.  

       La  existencia de un potente sector primario permitió el desarrollo de talleres asociados a estas actividades: las herrerías y las fraguas de carbón de cepa de brezo. El taller de Juanillo el herrador, localizado en el corral de la casa de los Macías, de la calle Don Rodrigo Caballero, con acceso por el portalón anexo a las Escuelas Vicentinas, era una humilde fragua donde se herraban las bestias de la localidad. Pero además hubo una decena larga de fraguas propiamente dichas. Una de las más antiguas era la de José Ruiz del número 31 de La Calleja, allí levantada desde fines del siglo XIX o la de Federico Arroyo Santos[9] en el domicilio familiar del Cabecillo de la Cruz, 13, que pasó en 1954 a su hijo Federico Arroyo Quiñones. Pedro Vizcaíno Gómez  “el Boga” fue tratante de ganado y propietario de la fragua del callejón de las Brujas. Otro de aquellos herreros vino de Bonares: Juan Muñoz Domínguez tuvo fragua en el Peñeo, cuyos fuelles avivaban el fuego para fabricar herraduras, trébedes o paragüeros.   


       Completaban la nómina de fraguas la de Cristóbal Gómez Arroyo de la calle Antonio Vizcaíno (actual Calle del Duque), la de Gregorio Arroyo Bernal en el Cabecillo Martin Sánchez, 14; la de los hermanos Arroyo Parra, Román y Federico quienes aprendieron el oficio en la fragua de su padre Luis Arroyo Arroyo del número 13 del Cabecillo; la de Bernardo Donaire Cera de La Calleja 40, frente a la Clínica La Unión; la de José Arroyo Castilla en Alcolea 25;  la de Emilio Arroyo Romero en A. Vizcaíno 37;  la de los hermanos José, Eloy y Francisco Arroyo en la calle Camacho con entrada por el portón del Cantón; la fragua de los hermanos Julio y Juan Arroyo, los Rufina, en el Cabecillo Martin Sánchez y puerta falsa por la Calle Santa Ana; la de Patricio Arroyo Mora de la calle del Sol (antigua Fernando Vizcaíno); y la de Bernardo Donaire del Dolor.

Juan Luis Arroyo Rivera tuvo fragua en el propio domicilio, en el 47 de la calle General Mola -anterior Andrés Mora y actual Real de Abajo-: allí arreglaba las rejas de arados y  fabricaba útiles para el hogar como “estreores” o trébedes y parrillas, además de navajas con el cabo de cuerno. El negocio fue ampliado por su hijo Juan Luis Arroyo Tocino, quien desde 1946 se trasladó a la periferia del pueblo, al Toril, actual calle Herrerías, y allí contó con el  apoyo de su hijo Manuel Arroyo Sánchez, vuelto del servicio militar en 1948. La fragua de los Arroyos aumento su producción y, a la anterior, añadió hoces de segar, puñales, y desde la década de 1950 rejas de ventanas y balcones. De sus talleres salieron las rejas de la barriada de la Inmaculada Concepción –las Casas Baratas- y otras muchas para Madrid y Barcelona[10]. A la fragua del Manani “solo le faltaba un barrilillo de esos de aguardiente y una máquina de hacer café para hacerle la competencia a cualquier taberna” debido al ajetreo continuo y a la animación continua de la tertulia[11]. Aquel mensaje debió calar en el propietario ya que más tarde se dotó de aquella anhelada máquina de café.


       Seguía habiendo pastores, cuyo oficio se heredaba igual que la sangre azul de los nobles. Eran los dueños de las majadas: dormían en chozos construidos de juncos y jaras que abigarraban la estructura de estacas de troncos de encinas y adelfas; se levantaban a las cuatro de la madrugada para ordeñar las cabras que todavía dormían en las chivitillas, apriscos o corralones de  piedra, y desde las seis la burra, con los cántaros de leche en sus angarillas, estaba aparejada para traerlos a Valverde. Eran pastores de puchera de garbanzos y de gazpacho, de zahones, anguarinas y de capotes, únicas armas con las que podían vencer las noches de frio y las mañanas de niebla.[12]  

          

 Los rebaños eran abundantes y, aunque ya no llegaban a Valverde las ovejas de la Mesta, seguía existiendo una trashumancia local. Hubo familias como los Mora Benítez, que poseían de media, unos años con otros, 500 ovejas, 50 vacas, 100 cochinos y una piara de cabras. El ganado lanar de la familia Mora Benítez transitaba de Valverde hasta Candón. En primavera, los ganados volvían a Valverde y desde la Dehesa Blanco pasaban por los Medios de Niebla, La Retamosa, la Venta de la Carbonera, Caballón y La Melera, hasta tomar la carretera del Garduño para llegar a Valverde junto al cementerio. De allí tomaban el huerto de Coronilla y el Coto de Cristobilla hasta Los Campillos.

 


Chozos y chivitines de juncos (1961). A. RICO. Valverde en Sepia.

            Las ferias históricas de Valverde siempre fueron encuentros ganaderos[13]y, desde tiempo inmemorial, los propietarios de los cercados o ruedos de la población cedían sus pastos o rastrojos después de levantadas las mieses, para el disfrute de las caballerías y ganados que acudían al evento[14]:  Las caballerías pastaban en los Riscos del Tintor o la Cerca del Matadero; el ganado vacuno desde el arroyo del Pilar hasta la cerca del Hospital, y las reses restantes en el Valle de los Álamos, el Pilar, Vajondo, las Adelfillas o la Sanguijuelilla[15]. El mercado de ganado se vio  favorecido con la construcción del pilar del Rollo, mientras la velada del Valle de la Fuente se animó desde sus inicios con iluminaciones de farolillos de papel a la veneciana, fuegos artificiales y los acordes de la banda de música local. La feria de agosto  mantuvo ese doble carácter decimonónico, comercial y festivo: en las décadas iniciales del siglo XX seguía asistiéndose al trueque de ganado tradicional. Por aquel entonces, en palabras de J.M. Ortiz, “se cambiaba yegua en cinta por mulo de buena alzada, cabra costeña por verraco ibérico. Se compraba para uso propio el borceguí, las batas y los pantalones de pana de canutillos”.[16]

Continuará (...)


[1] La base del artículo está extraído de El Grupo Escolar y Valverde del Camino (1937-1986), pp. 168-170. Reelaborado y ampliado para Facanías con ocasión de la edición de su ejemplar 500. 
[2] A.M.V.C. Respuestas Generales del Catastro.
[3]Vid. MOLA, F., “Noticia de Valverde del Camino. Características del término municipal de Valverde del Camino. Territorio, extensión y límites del término municipal”, Valverde en Fiestas, Año XXI, nº 13. 1955.
[4] Propiedad de Manuel Castilla Hidalgo, alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera y mayor contribuyente de la población, poseía ganado menor, como cabras y ovejas, y reses bravas. 
[5] Para el tema de los baldíos Víd. ROMERO PÉREZ, D., Un pueblo colonizador. Estudio sobre la acción y los derechos de Valverde del Camino en los baldíos  de Niebla (1369-1955), Valverde del Camino, 1956. 
[6] SÁNCHEZ CORRALEJO, J.C., “Los baldíos de Niebla durante los siglos XVI y XVII. Aprovechamientos comunales en el corazón del condado: Valverde del Camino, Trigueros, Beas, y Villarrasa”. En El Mundo Rural en la España Moderna.  2004. Actas de las VIIª reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna. Universidad de Castilla La Mancha, p. 1042. 
 [7] A.M.V., Acuerdo de 28 de febrero de 1701. Leg. 3.
[8] Entrevista a Petra Corralejo Batanero (1911-2012).
[9] Entrevista a su hija Petra Arroyo Quiñones (1918).
[10] Entrevista a Manuel Arroyo Sánchez (1925).
[11] “La fragua del Manani”. FACANÍAS, julio de 1975,  p. 8.
[12] Recomendamos la lectura de “Cirilo, el lecherillo” de Juan MANTERO RAMÍREZ. En Raíces, nº 10,  junio de 2007, p. 14-15
[13] Vid. CASTILLA SORIANO J.C. y SÁNCHEZ CORRALEJO, J.C. Las primitivas ferias de Valverde: San Pedro, Santiago y Santa Ana. Raíces,  nº 1, 1998, págs. 6-8.
[14] A.M.V. Ayuntamiento Pleno. 1893, julio, 2. Leg. 41.
[15] A.M.V. Actas Capitulares. 1845, julio, 26. Leg. 35.
[16] ORTIZ ARROYO; J.M: El reó. Raíces, 2. 1999, p. 30.

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